PINTURA
FAMILIA
NOTAS SOBRE LA(S) FAMILIA(S) DESTRUIDA(S)
DE MARÍA GIUFFRA
Por Mariano Dorr
“Las prácticas sociales genocidas no son una excepcionalidad, un arrebato ni una reaparición del salvajismo y la irracionalidad. Por el contrario, constituyen una tecnología específica de destrucción y reorganización de relaciones sociales”, escribe Daniel Feierstein en su estudio sobre El genocidio como práctica social (FCE, 2007). Estos cuadros de María Giuffra son un estudio minucioso de esa reorganización de las relaciones sociales en el seno de la vida familiar argentina. Feierstein parece escribir las conclusiones de su libro observando uno de los cuadros de Giuffra: “el genocidio excede el mero aniquilamiento y no concluye sino que se inicia con las muertes que produce”.
Cito ahora a María Giuffra, una frase escrita al pie de la escena de la señora dándole la papa al bebé. Allí dice: “el padre se apura para llegar a tiempo a la cita donde perderá la vida”. Pero, en la representación no vemos el apuro sino el retraso. El padre, efectivamente, mira la hora. Y es tarde. El niño abre la boca para tragarse el dolor de la abuela arremangada que, en el centro del cuadro, bañada por la luz artificial de la cocina, se inclina para alimentarlo amorosamente. Nieto de pelo azul. Perder la vida (propia en la del otro) es apenas una cuestión de tiempo. La pollera es casi una bandera que flamea oscura, acaso con un reflejo, al ras del suelo gris.
El padre señala con el filo del índice un punto fuera de escena y el mayor de los niños busca la referencia en el aire, pero es amargo su desengaño... Cuanto más observa, más negra es la sombra en la mirada, más irónico el paisaje de su remera infantil: un camino en S, una estrella, tres soles opacos: socialismo y soledad. El bebé, de espaldas al destino, aborda a ese hombre de cabello azul en reclamo de (un momento) más de atención. Los cuerpos se recortan en un fundido a blanco, de derecha a izquierda, desde la crema de mirada negra del niño erguido hacia los pies descalzos, casi muñones, del bebé; un blanco que será completo -fuera del cuadro- justo debajo del punto o la estrella o el destino que señala el dedo brujo del padre envuelto en las tensiones de un hechizo de amor incomprensible.
El mundo interior de una niña se exterioriza en la punta de un crayón con el que dibuja a la familia muerta o rezando, o de rodillas, o son sólo muñecas dormidas. Y hay rostros con la boca cerrada, con una raya basta para cerrar la boca de esos monigotes acompañados de animales tristes que miran al visitante. La niña dibuja y se vuelve sobre su trabajo, cierra un puño con pasto recién arrancado y exhibe una cabellera colorida. Dibuja raíces, árboles, botánicos milagros, agachada para no dejarse absorber por esa mancha roja donde ahora el garabato esconde las primeras letras. Una jirafa, una flor, un pájaro carpintero se desorientan en la transparencia de un sol debilitado que sirve a la niña de modelo para pintar el rostro partido del ausente. La vida se concentra biológicamente en la carne de esa pintora prematura. Apenas desaparecen su mano y su pie izquierdo. El resto de su cuerpo la sostiene. ¿Qué pinta en este instante sino, precisamente, esos espacios todavía en blanco en su propio cuerpo? La nena se pinta de carne y hueso. Asume la máscara de seguir con vida. Por eso deja tanto vacío en la representación imposible del espectáculo de aniquilación del inicio. Ocupada en revertir su propia condición fantasmal, juega en los límites del autorretrato y revela en su gesto la suerte de una reencarnación en pañales que es pensada por Giuffra en términos de exquisitas florescencias impolíticas. La imitación de la naturaleza no está en la representación infantil de su bestiario sino en las estrategias de sobrevivencia a partir de la revitalización de la piel en la experiencia del color. Es pintar en la propia superficie del fantasma.
“La palabra que se calla”, “la palabra que se ignora”, lo inefable mismo es también el dolor insoportable de “la palabra que se dice” y no deja nunca de repetirse, innombrable, infinitamente desplazada, violencia del secreto compartido en la obsesión. Mirar a través de los que han quedado con vida, presagio de los cuerpos que luego reaparecerán en medio de la noche pero indeciblemente muertos, sin adiós posible. Papá y mamá, siempre a punto de partir, a punto de llegar, cada noche, cada repetición de esa última tarde. Autores de unas memorias incompletas, novela familiar que no termina de escribirse más que en el salto (al vacío, al retrato del padre) de una rana. Esa palabra que se calla (y así reinscribe una trama submarina) es el ser mismo de la infancia. ¿Cómo se autorretrata la muerte robada -el instante de la desaparición- antes de aprender a hablar? Y, ¿qué significa la destrucción de una familia cuando los niños testimonian sobre un amor que ya hace temblar los cimientos de la familia como modelo e institución para-estatal? La niña que abre el libro en blanco hace de su apertura un documento que impide el cierre de un pasado del mismo modo en que niega, con la fuerza indómita de su aguda fragilidad, las bondades y suturas del duelo. El dolor no tiene adentro ni afuera, por eso no vemos cicatrices y sí trayectorias, recorridos, constelaciones marinas, probables espacios donde encontrar, al fin, un cuerpo irreconocible que sin embargo se respira en la arena y el barro como se respira la espuma en la playa de caracoles. La célula, también, y la perfección de una celda microscópica junto a otra donde la vida tiene lugar. ¿Quién de los dos está todavía con vida? ¿Pueden atravesarnos los muertos, como agujas imperceptibles? ¿Como bacterias? La enfermedad, ¿no será la visita del fantasma en nuestro organismo? En la increíble belleza de sus niñas a solas (sus mejillas, brazos, pliegues, labios, tetillas), Giuffra hace una crítica (política, actual, intempestiva) a la militancia de extrema izquierda que sin embargo ejerce como nadie, porque su imposible representación de las huellas del terrorismo de Estado tienen a la revolución no como objeto sino como objetivo (y no en un sentido teleológico). La revolución es el objetivo de sus series en la medida en que es su lente. El ojo de Giuffra es un microscopio de los desplazamientos imperceptibles de nuestra historia. Y allí se dibuja un acontecimiento, tan paciente, tan preciso e invisible como veraz y sangriento. La sangre corre, recorre trayectos, silenciosa, aún en el cuerpo de los niños. Y se derrama como leche, tinta, saliva, o chorros de acrílico y agua.
Es la belleza indecible que se juega entera -dar testimonio del interminable horror y del amor infinito- en la enloquecedora imagen de la espera de una niña partida en mil pedazos, fragmentos vivos de la muerte imborrable.